A media mañana tenía cita con el concejal de cultura, en el ayuntamiento. He aparcado la bicicleta para la cual yo nunca necesito candado, y he subido la escalera que lleva a su despacho. En mi mano derecha, mi cigarrillo, a medio apagar como si no pasara nada, porque nada pasaba salvo la humedad y la extrañeza que una tormenta provoca en los cuerpos cuando no termina de arrancar por falta de entusiasmo, y meto aquí eso de que me duele la extrema confianza que cierta mujer tiene con sus amigos porque en cualquier otro párrafo me estaría jugando nuestra amistad, y la primera sensación ha sido que de puertas para adentro de un edificio antiguo, entre murallones mudos y olvidadizos, no hay sonrisa no reveladora ni trenza larguísima que no esconda belleza en su afán de rebeldía.
Pensé en titular mi experiencia algo así como los ceniceros a estrenar en un lugar libre por favor de humos, los ceniceros ornamento o compostura frente a un restaurado sillón en el que te sientas a desear con todas tus fuerzas que no te hayan robado la bicicleta.
Os cuento todo esto, y finalmente os preguntaréis qué diablos tiene que ver una cosa con la otra, porque esperando a que nuestro amable concejal saliese de su reunión, de su hábil conversación para con el ciudadano al que no conozco de nada, dos niños traviesos a los que sin ayuda de nadie he identificado como sus hijos, comían galletitas saladas, que ha sido siempre uno de los aperitivos más deliciosos que nunca hube probado, y frente al desconcierto de mi espera, de no saber bien si era yo quien se llevaba la mano al pecho y se reconocía, sin reprochar nada y amando por momentos en la gran escala de valores a la mujer que en estos últimos días se empeña en recolocarme en mi camino, me ha salido una sonrisita tonta más allá de la simpatía de una niña inocente, de su hermano travieso y algo menor que ella, al ver cómo seguramente unos minutos antes de mi inesperada entrada por esa puerta, el bote de las galletitas a cualquiera de los dos se le vino al suelo, y haciendo alarde de su negativa, de bien saber que no es ese su sitio, las han pisoteado.
Jesús Miguel Horcajada García